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Identidad narrativa en la relación educativa: promesa, solicitud y don

Narrative Identity in Educational Relationship: Promise, Request and Gift

Rodrigo MORENO APONTE* y Eduardo S. VILA MERINO**

*Universidad de Otavalo. Ecuador.

dp_rmoreno@uotavalo.edu.ec

https://orcid.org/0000-0003-1293-5682

**Universidad de Málaga. España.

eduardo@uma.es

https://orcid.org/0000-0002-8598-7654

Fecha de recepción: 12/05/2021

Fecha de aceptación: 26/07/2021

Fecha de publicación en línea: 01/01/2022

Cómo citar este artículo: Moreno Aponte, R., y Vila Merino, E. S. (2022). Identidad narrativa en la relación educativa: promesa, solicitud y don. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 34(1), 125-138. https://doi.org/10.14201/teri.26397

RESUMEN

En este artículo se propone la posibilidad de relacionar la propuesta filosófica de Paul Ricoeur sobre el sí mismo con la experiencia ética de la educación. Se parte de la propuesta de la identidad narrativa que se construye en medio de una trama en la que el sujeto cambia a medida que ésta se desarrolla (identidad ipse), a diferencia de una identidad fija e inmutable (identidad ídem). La educación en este plano narrativo se presenta como un espacio de conversación donde la experiencia del educador y educando cobra relevancia. A partir de esto, el texto se dirige a los conceptos de solicitud, promesa y don que tienen como eje el reconocimiento y la mutualidad entre el sí mismo y el otro. La relación ética de la solicitud no espera el reconocimiento del otro al sí mismo. El movimiento que se plantea del sí mismo hacia el otro lleva implícita una mutualidad que significa un dar sin esperar el retorno de una respuesta. La síntesis de estos conceptos lleva a plantear la posibilidad de una pedagogía de la ipseidad. Aquí, la relación entre educador y educando se cohesiona en el reconocimiento mutuo a partir del desarrollo de su identidad narrativa. La relación educativa acontece en medio de la solicitud que el sí mismo hace del otro. La educación vista desde la solicitud en la construcción de la identidad ipse permite ver la experiencia de la escuela como algo inacabado y en cambio constante. La mutualidad en la escuela propicia el intercambio de dones. De esta manera, una perspectiva narrativa mediada por el reconocimiento mutuo es un lugar propicio para el acontecimiento ético de la alteridad en la acción educativa.

Palabras clave: teoría de la educación; escuela; filosofía de la educación; identidad; relación maestro-alumno.

ABSTRACT

This article proposes the possibility of relating Paul Ricoeur’s philosophical reflections about oneself with the ethical experience of education. First it exposes the narrative identity is built during a process in which a subject changes as it develops (ipse identity), in opposition of an immutable identity construction (idem identity). In this particular narrative Education is presented as a dialogical space where educator and learner experiences becomes relevant. From these approaches, the text addresses the concepts of request, promise and gift, which have an axis in the recognition and mutuality between oneself and another. The request as an ethical relationship does not wait for another recognition. In that way, when oneself goes towards another, there is an implicit mutuality that means a giving without waiting for any response. The synthesis of these concepts opens the ipseity pedagogy as a possibility in which the relationship among educator and learner is built through the mutual recognition and the developing of their own narrative identity. The educational relationship is possible thanks to the request that oneself makes to another. Education seen from the request in the construction of the ipse identity allows us to see the school experience as something unfinished and in constant change. Mutuality in school is conducive to the exchange of gifts. In this way, a narrative perspective mediated by mutual recognition is a propitious place for the ethical event of otherness in educational action.

Key words: educational theory; school; educational philosophy; identity; teacher-student relationship.

1. Introducción

En este artículo se ofrece una reflexión en torno a algunas aportaciones del filósofo Paul Ricoeur y cómo sus postulados pueden llevarse al terreno pedagógico ofreciéndonos fértiles vías para el desarrollo de una filosofía de la educación que transite hacia lo que denominamos pedagogía de la ipseidad. Por tanto, profundizaremos en las ideas de Ricoeur en relación con la temática abordada, para pasar finalmente a ver los elementos pedagógicos emergentes de las mismas y llevar a cabo una construcción teórico-educativa sobre esta base.

Los seres humanos en nuestras relaciones con los otros y con nosotros mismos solemos estar constantemente construyendo narraciones que constituyen un tipo especial de discurso que nos sirve para pensar, organizar el conocimiento e interpretar la realidad y que emergen como reconstrucciones particulares de la experiencia humana, individual o colectiva, por las que se le da sentido a la misma y donde la argumentación y el tiempo configuran el significado. Siguiendo las palabras de Bruner (1997), probablemente se dé una relación dialéctica por la cual aprendemos la narrativa a través del mundo de la vida y este mediante las narraciones. Y es que este autor parte de una concepción donde entiende la narración como una estructura para organizar nuestro conocimiento y como un vehículo necesario en todo proceso educativo.

Uno de los filósofos que más ha trabajado sobre este particular ha sido Ricoeur. En su obra Tiempo y narración (Ricoeur, 1987) llevó su concepción hermenéutica a una unión entre explicación y comprensión, donde la interpretación goza de un estatus práctico entrelazando libertad y solidaridad. Para Ricoeur toda narración se encuentra caracterizada por ocupar un tiempo concreto, suponiendo un orden en la secuencia de una acción estructurada como texto, o sea, dotada de sentido e interpretable. Y es esa estructura narrativa la que supone una condición para la identidad personal, ya que, para el filósofo francés, es en el momento que construimos el mundo de nuestras acciones cuando tenemos identidad personal, ya sea como individuos o colectivamente. De ahí la importancia de entender la identidad narrativa, como se desarrollará más adelante, y su papel en las relaciones educativas.

No olvidemos que la educación cobra sentido y ser en la relación con el Otro, en el hacernos cargo de él o ella, en acompañarle, en ayudarle. Las relaciones educativas tienen un punto de desarrollo importante en el concepto de alteridad (Vila, 2019). En esta línea cabe destacar el pensamiento de Lévinas, donde la alteridad debe entenderse como la diferencia radical del Otro, lo que es (que es distinto de lo que el Yo podrá nunca ser), donde antes de todo conocimiento se halla la ética, donde la responsabilidad con el Otro se expresa desde el compromiso de una relación ética.

La relación intersubjetiva es una relación asimétrica. En este sentido, yo soy responsable del otro sin esperar la recíproca, aunque ello me cueste la vida. La recíproca es asunto suyo. Precisamente en la medida en que entre el otro y yo la relación no es recíproca, yo soy sujeción al otro; y soy ‘sujeto’ esencialmente en este sentido (Lévinas, 1991, p. 92).

Ricoeur, por su parte, entra en el debate ético, tan fundamental para todo conocimiento pedagógico, definiendo la aspiración ética a través de tres términos: tender a la vida buena, con y para los otros, en instituciones justas. El primero está vinculado a la estima de sí, entendida como momento reflexivo de la praxis. El segundo, que Ricoeur designa con el nombre de solicitud, despliega la dimensión dialogal implícita en la estima de sí, porque no pueden vivirse y pensarse una sin la otra. De hecho, esta

reciprocidad de los insustituibles es el secreto de la solicitud. […] Pero la reciprocidad no excluye cierta desigualdad, como sucede en la sumisión del discípulo al maestro; en todo caso, la desigualdad es corregida por el reconocimiento de la superioridad del maestro, reconocimiento que restablece la reciprocidad (Ricoeur, 2002, p. 292).

Todo ello en el seno de un concepto de justicia distributiva, relacionada con la equidad. En este contexto consideramos imprescindible la permanente consideración y presencia del Otro en educación (Bárcena, 2012; Pallarés y Chiva, 2017), donde la aspiración ética definida se convierte en lugar de encuentro en la disposición, la acogida y la hospitalidad, desde una experiencia que haga visible su propia alteridad y lo reconozca como legítimo otro en la convivencia (Maturana, 1994). Desde ahí deberíamos

pensar en qué es lo que nos pasa a nosotros cuando el Otro irrumpe en nuestros saberes, en nuestras ideas, en nuestras palabras, en nuestras intenciones, en nuestros experimentos y en nuestras prácticas, pero no para reforzarlos o para mejorarlos, sino para socavarlos en su seguridad y en su estabilidad (Larrosa, 2009, p. 191).

Todo esto engarza nuevamente con el pensamiento de Ricoeur a través de la solicitud, en la medida en que la alteridad se encuentra en la exigencia ética que supone la presencia del otro, cómo ésta nos condiciona y cómo la responsabilidad que emerge de esa solicitud hace que profundicemos en esos dos valores esenciales que son la libertad y la igualdad, como ejes de la construcción de mundos significativos y emocionales. Aquí lo que la solicitud añade es la dimensión de valor que hace que cada persona sea irreemplazable en nuestra estima. En este sentido, es en la experiencia del carácter irreparable que tiene la pérdida del otro al que amamos donde aprendemos, transfiriendo ese Otro a nosotros mismos, el carácter irreemplazable de nuestra propia vida. De esta manera, una ética y una pedagogía de la alteridad nos debe permitir hacer visible, acoger, reconocer y valorar al Otro, un Otro concreto en el espacio en el tiempo (con un contexto y una historia), haciéndonos responsables de él o ella, de su presencia y desarrollo, de escucharlo, puesto que: «[l]a pedagogía del silencio, la de escuchar, más que la de hablar, debería ser la primera lección práctica que todo profesor tendría que aprender» (Martínez, Esteban, Jover y Payá, 2017, p. 45).

Aquí es interesante empezar a introducir el concepto de ipseidad de Ricoeur como opción para construirnos para el otro también. No en vano, como plantea Skliar (2004): «pensar de otro modo la educación, que no es más que pensar en otra relación con el otro, [...] no requiere otra cosa sino arriesgarse a pesar de otro modo la mismidad» (p. 14).

2. Más allá de la responsabilidad y la exterioridad: narrarnos en la relación educativa

El rumbo que tomamos ahora nos dirige a las ideas del filósofo Paul Ricoeur. El francés retoma la respuesta que dio Husserl frente a la acusación de solipsismo en su propuesta fenomenológica. La réplica del filósofo alemán propone la posibilidad de una intersubjetividad construida desde el yo donde el otro se constituye como alter ego. El otro vendría a ser un análogo del yo. La situación es problemática para Ricoeur, tal y como lo evidencia en Caminos del reconocimiento:

[…] la experiencia que el otro tiene de él mismo me seguirá estando prohibida para siempre en su forma originaria, incluso en el caso más favorable de una confirmación de mis presunciones sacadas de la coherencia de las expresiones fisonómicas, gestuales y verbales descifradas sobre el cuerpo del otro. Solo ‘ve aparece a mí mismo ‘presentado’: el otro, presunto análogo, permanece ‘apresentado’ (Ricoeur, 2006a, p. 323).

La intersubjetividad se imposibilita porque hay una zanja trazada por el yo desde su ego que, así asuma al otro yo como un igual, no genera el vínculo.

Para Ricoeur, el yo cartesiano que está enmarcado dentro de la razón es diáfano para la modernidad, pero no lo es tanto al momento de la aparición de la identidad del sujeto que viene a ser indirecta y de compleja apropiación. La identidad del sujeto es dinámica y fluye a través de las distintas situaciones del pasado, presente y las relaciones del relato que se hacen evidentes en la narración de su historia de vida.

Se podría decir que Ricoeur realiza un esfuerzo en pasar del yo determinado —identidad fija— para dar apertura al sí mismo que se narra y escapa a canalizaciones que lo permiten aprehender inmediatamente. En las conclusiones de Tiempo y narración III, Ricoeur esboza la idea de identidad narrativa que cobrará más fuerza en Sí mismo como otro. «La historia narrada dice el quién de la acción. Por lo tanto, la propia identidad del quién no es más que una identidad narrativa» (Ricoeur, 1996, p. 997; cursivas en el original). Seguidamente, Ricoeur abre paso a un elemento esencial para lo que nos ocupa: la diferencia entre ídem e ipse. El ídem es la identidad fija, mientras que la ipse es una identidad cambiante mediada por el dinamismo de la narración. «La diferencia entre ídem e ipse no es otra que la diferencia entre una identidad sustancial o formal y la identidad narrativa» (Ricoeur, 1996, p. 998). Ídem pasaría a ser sí-mismo conformado por ipse en la narración. El hecho narrativo contempla la mutabilidad del sujeto como constitutiva de su identidad y, a la vez, de la ipseidad.

Complementario a esto, Ricoeur establece que «la identidad en el sentido de ipse no implica ninguna afirmación sobre un pretendido núcleo no cambiante de la personalidad» (Ricoeur, 2006b, p. XIII). La ipse no hace que desaparezca el ídem, más bien hay una dialéctica entre los dos. El sí mismo no es estático, sino que puede cambiar según las contingencias de la historia de vida. El sí mismo se examina en su narración y la realidad cultural que viene desde su relación con el pasado narrado a su presente.

La construcción de las narraciones presenta tres elementos a los que Ricoeur da el nombre de mímesis. «La primera mímesis de la narración, imitar o representar la acción es, en primer lugar, comprender previamente en qué consiste el obrar humano: su semántica, su realidad simbólica, su temporalidad» (Ricoeur, 2004, p. 130). Esta sería la pre-comprensión histórica que el sujeto tiene de la realidad desde el referente directo de su experiencia con el mundo. En la mímesis II ya estamos ante la elaboración del relato. Es el punto medio entre el autor y el lector. En la mímesis III se genera un cambio en el lector después de su vínculo con la narración. Y todo esto tiene importantes derivaciones pedagógicas que veremos más adelante.

Ricoeur destaca tres momentos en los que argumenta por qué la trama (mímesis II) una vez construida es mediadora. Por un lado, porque media entre la individualidad de situaciones fragmentadas para abrir paso a la cohesión del todo de la historia; en segundo lugar, porque al buscar el todo del relato, el esfuerzo radica en unir distintos eventos y personajes para darle sentido al relato y no quede en situaciones desligadas entre sí; y, en tercer lugar, la unidad narrativa requiere de un hilo temporal que le dé orden las situaciones cronológicamente y de un acto configurador de los acontecimientos que den sentido a la trama. Por ejemplo, una película que empieza por una elipsis no guarda relación cronológica con los hechos, pero sí presenta un orden cuando es organizada como acontecimiento esencial del cuál se puede formar el siguiente evento.

Por otra parte, la ipseidad no solo se aplica para el examen del sí mismo, también se puede dar en una comunidad que se examina en relación con su ascendencia cultural desde las narraciones que la han construido. Esta idea nos abre paso a la relación de la identidad narrativa con el contexto educativo, pues ¿acaso la comunidad educativa no debería ser susceptible de construir una interpretación de sí por medio de sus narraciones?

Moratalla (2015), desde lo que define como el corazón de la práctica educativa, proveniente de sus estudios de los vínculos entre los conceptos bioéticos de Paul Ricoeur y la acción educativa, presenta la triple mímesis de la siguiente manera:

El acto educativo parte de la vida (mímesis I; vida del estudiante, del profesor), no es la vida (¡estamos en clase!). El momento de la mímesis II) y, sin embargo, cambia la vida, influye en la vida (mímesis III). Podemos, por tanto, entender la educación como un proceso de mímesis de la vida cotidiana de los implicados directamente en el acto educativo (p. 167).

En este plano también emergerían los relatos de los educadores donde unos y otros se escuchan, pues, nos preguntamos: ¿qué es una narración sin alguien que la lea o la escuche? Sin un receptor sería un simple monólogo. Para Moratalla, narrarse es una invitación a la escucha mutua donde educador y educandos ofrecen sus historias-narraciones. Según esto, el educando es el eje de la relación entre identidad narrativa y educación, pero ambos son narradores. Se necesitan mutuamente.

3. Promesa, solicitud y don en la constitución de la ipseidad

Ricoeur plantea un movimiento por parte del sí, hacia el encuentro: el sí mismo solicita al otro. El sí sale al encuentro del otro. La solicitud estaría en el plano ético en relación con el objetivo del vivir, más no del deber de la normal moral. Es por esto por lo que, en Ricoeur, la hermenéutica del sí se transforma en una ética de la estima de sí. Es un estimar que se dirige hacia el otro que permite una interpretación del sí.

Dentro de este movimiento de la solicitud se encuentra la promesa y, con ésta, la ipseidad. Tal y como afirma Ricoeur en Caminos del reconocimiento: «La predominancia de la ipseidad es tan abundante que la promesa se evoca fácilmente como paradigma de la ipseidad» (Ricoeur, 2006a, p. 145). La dialéctica mismidad-ipseidad evidenciada en la identidad narrativa se mantiene en la fenomenología de la promesa. La mismidad, enmarcada en la memoria en tanto que está fija y no cambia, se abre paso a la promesa compuesta por la ipseidad como determinadora del sí mismo que mira hacia el futuro.

La promesa compromete en el tiempo a la estima de sí. Esta obligación de mantener la promesa evidencia que está de por medio el sí mismo porque debe mantenerse en el tiempo, según lo propone Ricoeur (1993). La promesa se evidencia en la relación con el otro:

La relación entre reconocimiento en el tiempo y reconocimiento ante el otro aparece diferente en el marco de la promesa: el ante-el-otro pasa al primer plano; se promete no solo ante el otro, sino también en interés del bien del otro; pero, como en el testimonio, la promesa puede no ser percibida, no ser recibida, incluso ser rechazada, recusada o puesta en cuarentena (Ricoeur, 2006a, p. 317).

La promesa es susceptible de ser rechazada o sometida a prueba, por consiguiente, está al tanto de lo que acontezca. El sí mismo está comprometido frente a la acción futura. Esta idea se complementa en Amor y justicia: «mantener la promesa es mantenerse a sí mismo en la identidad de aquel que lo ha dicho y que lo hará mañana. Este mantenimiento de sí anuncia la estima de sí» (Ricoeur, 1993, p. 116).

Es posible que surja una contradicción en la relación entre promesa y tiempo futuro. Si ídem es mismidad, inmutable, entonces, ¿cómo puede ser la promesa ipse si debe estar fija para mantener el compromiso en el tiempo?

La promesa está inmersa dentro de la narración. La narración cohesiona la vida y puede mantener características a lo largo de los cambios del sujeto. La promesa se concreta con el encuentro del otro, y esto hace parte de la trama narrativa como constitutiva de un fragmento de la historia.

Para nosotros no regiría la contradicción, puesto que la promesa se da en medio de la construcción de la trama desde sus relatos de vida. En este marco, la promesa la establece Ricoeur de la siguiente manera:

Prometer, en efecto, es no solo prometer que haré algo, sino también que mantendré mi promesa. Así, cumplir con su palabra es hacer que la iniciativa tenga una sucesión, que la iniciativa inaugure verdaderamente un nuevo curso de las cosas; en una palabra, que el presente no sea solo una incidencia, sino el comienzo de una continuación (Ricoeur, 1996, p. 997).

El movimiento hacia el otro que emerge en la promesa se vincula al estado de solicitud por el otro. Se solicita la oportunidad de prometer. En concreto, Ricoeur define a la solicitud como:

[…] ese movimiento de sí mismo hacia el otro, que responde a la interpelación por el otro. […] Hacer de otro mi semejante, tal es la pretensión de la ética en lo que concierne a la estima de sí y la solicitud (Ricoeur, 1993, p. 108).

Esto lleva implícito lo que para Ricoeur es el núcleo del reconocimiento, ya que, ante la ausencia del otro, la alteridad remitiría hacia el sí mismo. Para Ricoeur la estima de sí no puede existir sin la solicitud por el otro.

Además, Ricoeur evidencia que en una relación donde hay una inequidad de poder, la solicitud del sí mismo hacia el otro vendría a igualar una solicitud mutua que parte desde la compasión del amo. Esta idea la podemos encontrar más matizada en Sí mismo como otro. Ahí se plantea que esa disimetría inicial se compensa con el reconocimiento motivado por el movimiento de la solicitud:

En la simpatía verdadera, el sí, cuyo poder de obrar es, en principio, más fuerte que el de su otro, se encuentra afectado de nuevo por todo lo que el otro sufriente le ofrece a cambio. Pues del otro que sufre procede un dar que no bebe precisamente en su poder de obrar y de existir, sino en su debilidad misma. Quizá acá reside la prueba suprema de la solicitud: que la desigualdad de poder venga a ser compensada por una autentica reciprocidad en el intercambio, la cual, en la hora de la agonía, se refugia en el murmullo compartido de las voces o en el suave apretón de manos (Ricoeur, 2006b, pp. 198-199).

Frente a esto Ricoeur plantea la siguiente pregunta: «la solicitud responde a la estima del otro por mí mismo. Pero, si esta respuesta no fuera en cierto modo espontanea, ¿cómo no se reduciría la solicitud a un triste deber?» (Ricoeur, 2006b, p. 201). La respuesta se hallaría en el don.

Ricoeur (2006a) asume que la disimetría es constitutiva de la relación humana que se construye en el dar y recibir: «en cierta manera, persiste en el segundo plano de las experiencias de reciprocidad y no deja de mostrar la reciprocidad como una superación siempre inconclusa de la disimetría» (p. 198). Sin embargo, la reciprocidad por sí misma no constituye el reconocimiento mutuo.

La reciprocidad no es afín a una cuestión mercantil donde hay un intercambio obligado del que recibe frente al que da y que finaliza la relación por medio del pago. Acá hay una reciprocidad sin mutualidad. Sin embargo, dentro de la mutualidad a la que se refiere Ricoeur el sí mismo no busca un reconocimiento por el reconocimiento. No se contemplan los enunciados voy a reconocer o quiero que me reconozcan, sino que es la situación simbólica del don donde reside el reconocimiento. «La mutualidad del reconocimiento se anticipa en el ante-el-otro, pero no se realiza en él» (Ricoeur, 2006a, p. 317). La disimetría está presente y puede llegar al extremo de que es posible no recibir respuesta.

Precisamente, se debe asumir la disimetría como constitutiva del reconocimiento entre el sí mismo y el otro; o, en otras palabras, saberse dentro de la incertidumbre de la mutualidad cuando el que dona no exige la respuesta del otro. El don, aunque se dirige hacia el otro, no parte o se sitúa en el otro.

La mutualidad se aleja de una reciprocidad que se torna implícita, obligada o de carácter instrumental en relación con el intercambio mercantil[1]. Ricoeur cambia la perspectiva de la pregunta ¿por qué devolver? por un ¿por qué dar?: «El compromiso en el don constituye el gesto que inicia todo el proceso. La generosidad del don suscita, no una restitución, que, en el sentido propio, anularía el primer don, sino como la respuesta a un ofrecimiento» (Ricoeur, 2006a, p. 303).

El reconocimiento mutuo parte del don que no espera nada, pasa por el otro que recibe la donación que, a su vez, sabe que no se espera algo en retorno. Por lo tanto, el contra-don, la vuelta de la respuesta, es desinteresada. Esta dialéctica se traduce en un reconocimiento mutuo simbólico.

El don parte de la generosidad, y, ante la ausencia de la necesidad de devolver en aras de una reciprocidad, surge lo que Ricoeur plantea como gratitud. Por lo tanto, a diferencia de los binomios dar-recibir y recibir-devolver que están en el plano de equivalencias, la gratitud no busca el equilibrio entre lo dado y devuelto. El intercambio de dones no significa un estado de igualdad. La disimetría no impide la mutualidad.

Para Ricoeur la presencia de la disimetría lleva implícita la distancia entre el sí mismo y el otro.

La disimetría protege la mutualidad contra las trampas de la unión fusional, ya sea en el amor, en la amistad o en la fraternidad a escala comunitaria o cosmopolita; se preserva una justa distancia en el corazón de la mutualidad, justa distancia que integra el respeto en la intimidad (Ricoeur, 2006a, p. 325).

En síntesis, el don no exige una devolución. El contra-don pasa a ser gratitud. Esta disimetría hace parte de la mutualidad entre el sí mismo y el otro.

4. Hacia una pedagogía de la ipseidad

De todo lo anterior, podemos trazar un camino pedagógico que va desde la identidad narrativa a la construcción de pilares para una pedagogía de la ipseidad. Así, volvemos a Moratalla (Moratalla y Mela, 2014) que lleva la noción de educación narrativa de la triple mímesis a otros momentos del acto educativo: la clase y el profesor. El estudiante, la clase y el profesor están dentro de la dinámica de las mímesis. La mímesis II se presenta en los tres como la configuración de la mímesis I, que en el caso del estudiante serían su historia de vida; la clase con su selección de intereses y el educador que arriba con sus experiencias previas. En la mímesis III los tres elementos experimentan un cambio.

En esta dinámica de llevar las mímesis al terreno pedagógico, hay que insistir en que el espacio educativo es propicio para la conversación donde educador y estudiante son partícipes (Bedoya, Builes y Lenis, 2009, p. 1267). Además, debemos recordar que la identidad narrativa se constituye entre el narrar, escuchar y viceversa. Una educación narrativa se narra desde los educadores y estudiantes, tal como lo establecen Bárcena y Mélich (2000): «[e]l protagonista de la acción educativa, sea maestro o discípulo, configura su identidad, (el relato de su existencia), narrativamente a partir de los otros relatos que le han contado o que ha leído» (p. 113).

En este sentido, es conveniente también enfatizar el peligro de una narración unilateral, tal y como lo explica Freire (1985): «[n]arración o disertación que implica un sujeto —el que narra— y objetos pacientes, oyentes —los educandos—. Existe una especie de enfermedad de la narración. La tónica de la educación es preponderantemente ésta, narrar, siempre narrar» (p. 51). Precisamente, si encontramos que la interpretación de sí no es automática, sino que se narra y permite la comprensión de sí mismo, entonces, el desplazamiento del educador hacia el estudiante debería permitir que ellos también se narren a sí mismos. Sumado a esto, nuestra identidad resulta de la confrontación con las narraciones de otros y de nuestros rasgos culturales que podemos interpretar y a partir de los que nos interpretamos. Si la identidad ipse surge de la confrontación con los relatos de otros, en consecuencia, es un encuentro narrativo que la escuela debe dejar fluir.

En concordancia con lo anterior, Pallarés, Villalobos, Hernández y Cabero (2020) traen a colación la noción de carácter en Ricoeur que, por un lado, es constitutiva de la experiencia fija del sujeto —que podemos relacionar con la identidad ídem—, pero, por otra parte, el carácter en relación con la experiencia narrada conlleva la reflexión de sí mismo. Esto último permite la constitución de múltiples posibilidades en el campo educativo:

El sobrevuelo sobre el plano que contiene al sujeto educativo, la consideración existencial de la posibilidad, el carácter y la pedagogía como discurso/acción otorgan perspectiva a las estrategias que enfrentan una realidad móvil y unos saberes inciertos en horizontes no anticipables donde prima la incertidumbre. Por lo que el docente debe entrenar su carácter (alteridad) para que el sí mismo pueda tomar la formas del otro, lo que implica una dimensión de identidad narrativa, por eso siempre abierta […] (p. 16).

La relación narrativa lleva a establecer que la educación no es un ídem, puesto que no está prefijada una identidad estática del acto educativo. Las ideas, actores, e incluso teorías de la educación son variables porque responden a la narración que llega en la mímesis I y que en la mímesis III suscitan un cambio de los que están inmersos en la narración.

Por todo ello, podemos inferir que la identidad narrativa en tanto ipse está implícita en la relación educador-educando. ¿Por qué le cuesta tanto al educador o educadora narrarse en la escuela, exponerse en su identidad, pero sí se facilita la exigencia de que el educando se narre? ¿Qué papel juegan la promesa, la solicitud y el don en la relación educativa? Empecemos por establecer algo en común entre estos tres elementos. En todos el sí mismo se dirige hacia el otro, pero esto no significa que la alteridad se reduzca al sí mismo ya que quedaría un yo egocéntrico. Quisiéramos pensar, en principio, al educador como un sí mismo que se desplaza hacia el educando en tanto otro. Pero desde Ricoeur, según vimos, esto tiene unas particularidades que queremos ubicar en la relación nombrada.

Empecemos por la promesa. El educador puede enunciar acciones que va a desarrollar a futuro con sus estudiantes. Imaginemos dos. Por un lado, puede prometer a los educandos que los acompañará, respetará y dará todo su esfuerzo para que la clase sea del interés de ellos. Por otro lado, puede decirles, a la mejor manera del conductismo: «les prometo que cada vez que no se comporten, los dejaré sin descanso». En el primer caso, el educador establece una relación ética manteniendo su promesa en el tiempo. En el segundo caso, los educandos son constreñidos a mantener una acción en el tiempo, por lo tanto, no es una promesa, sino una amenaza.

El educador, al prometer, compromete la estima de sí con los estudiantes; por el contrario, si no cumple la amenaza, pone en entredicho su ilusión de autoridad. Aunque en ambas se compromete la credibilidad, la promesa, al implicar al sí mismo, invita al estudiante para que recuerde su cumplimiento. En la segunda, al contrario, el estudiante espera que en verdad no se cumpla con la amenaza. Es decir, la promesa vincula al educador y al educando frente al compromiso, mientras que en la amenaza el educando espera que no haya un vínculo entre el decir y la acción del educador.

La promesa del educador se convierte en ipse. Empieza el relato de lo que será la clase con sus estudiantes. Se acude al compromiso de que la narración de los eventos escolares sea relatada dentro del horizonte de esa promesa. Para tal fin, el relato está a expensas de las contingencias propias de la trama.

«El estudiante es mi semejante» —dice el profesor—. La frase cobra valor desde la perspectiva de Ricoeur, ya que el estado de solicitud va al encuentro del estudiante. El estudiante no pide la promesa. El educador solicita al estudiante para prometerle.

En ausencia de la solicitud, aparece un problema egológico: el educador cerrado en sí mismo espera o exige que el estudiante llegue y lo solicite. Sin embargo, esta no sería la solicitud en el sentido que hemos demarcado. La solicitud necesita del otro, aunque no responda al llamado. La solicitud abre el sendero para que el educando se sienta reconocido y exista la posibilidad de que agradezca ese reconocimiento al educador. Emerge para el educando un espacio de reflexión para que decida responder a la solicitud.

El tono mercantil de la reciprocidad invitaría a pensarla desde el enunciado «te dono, pero me debes retribuir». Esto se puede hallar en los procesos de enseñanza aprendizaje. Freire (1985) usa el don en un sentido negativo, muy similar al de la cuestión mercantil:

En la visión ‘bancaria’ de la educación, el ‘sabe’», el conocimiento, es una donación de aquellos que se juzgan sabios a los que juzgan ignorantes. Donación que se basa en una de las manifestaciones instrumentales de la ideología de la opresión: la absolutización de la ignorancia, que constituye lo que llamamos alienación de la ignorancia, según la cual ésta se encuentra siempre en el otro (p. 52).

Pensemos en que ese depósito de conocimiento es un ahorro que produce intereses. El educador que dona su conocimiento en el sentido mercantil lo hace esperando que el educando le retribuya ese conocimiento en la forma de réplica del conocimiento depositado.

Por el contrario, la donación del educador, dotada de mutualidad, no espera la respuesta del estudiante. El contra-don arriba en forma de agradecimiento. La gratitud no es esperada, sino que brota del impulso generado por el don.

El educador también se debe abrir a la posibilidad de narrarse desde su historicidad. A su vez, la escuela debe dar la oportunidad para que estas narraciones lleguen a su espacio. ¿Cómo podría la escuela dejar de ser ídem si invisibiliza la experiencia del educador o educadora? En este sentido la escuela debe ser el espacio de encuentro de narraciones donde la mutualidad aparezca. De esta forma se posibilita el contra-don desde el educando que reconoce al educador. Dicho de otra forma: que el educando también reconozca al educador.

‘Como a mí mismo’ significa: tú también eres capaz de comenzar algo en el mundo, de actuar por razones, de jerarquizar tus preferencias, de estimar los fines de tu acción y, de este modo, estimarte a ti mismo como yo me estimo a mí mismo (Ricoeur, 2006b, p. 202; cursiva en el original).

En este punto, con las relaciones establecidas entre narración, promesa, solicitud, mutualidad, don y educación, quisiéramos dar la posibilidad de nombrar una pedagogía de la ipseidad. Estamos ante el acontecimiento educativo que nos permite una mutualidad como una doble vía del reconocimiento. El educador se dirige al educando sin esperar una retribución. Así mismo, el educando, desde su sí mismo en el espacio que abre una pedagogía de la ipseidad, tiene la opción de ir o no ir en la búsqueda del educador. El centro de la relación educativa deja de ser el educando. En consecuencia, todos los involucrados en la narración son actores principales de la trama educativa.

5. Consideraciones finales

Con Husserl surgió la problemática del yo como otro yo que se autopercibe, pero que es análogo a ese otro yo que, a su vez, se autopercibe. Esta situación, llevada a la relación educativa, podría hacerse evidente cuando el educador se centra en su percepción como adulto y el educando hace lo mismo desde su experiencia particular y piensa que el otro tendría una experiencia similar. A pesar de que ambos consideren al otro como semejante desde su ego, lo hacen a partir de su experiencia y se reducirían entre sí a una disimetría extrema. Desde un yo que asume que hay otro yo, cada uno con los mismos principios, el encuentro de la alteridad estaría ausente.

Seguidamente, se hizo referencia a la identidad narrativa que permite a diferentes actores del vínculo educativo poner de relieve su sí mismo. No obstante, ahí no fue tan explicita la dialéctica ídem e ipse. En consecuencia, nos desplazamos a la promesa, la solicitud y el don. Los tres conceptos, al ser constituidos por la ipse, guardan en común el desplazamiento al educando desde el sí mismo educador y viceversa.

En la escuela pensada como ídem está ausente la experiencia narrada del educando. El yo cartesiano absoluto es ideal, pero ¿quién en el mundo de la vida cotidiana es ideal? La escuela desde la perspectiva del yo cartesiano se autopercibiría como terminada, acabada, absoluta. En consecuencia, se anclarían los procesos de adultización que dicen qué debe producir el educando sin salirse de un referente preestablecido ídem.

Ahora bien, hay que ser cuidadosos al tratar de contrarrestar lo anterior con la búsqueda de una simetría en el marco de la intersubjetividad en la cuestión del reconocimiento. Se afirmó que la disimetría originaria no se debe olvidar, en tanto que es constitutiva del reconocimiento. En consecuencia, la disimetría cobra relevancia educativa en relación con la ipseidad porque los educandos son ipse y diferentes al sí mismo educador. El educador no es el estudiante, el estudiante no es el educador, no se puede apropiar uno del otro, pero sí donar y agradecer. En la dialéctica del reconocimiento ninguno está obligado a responder.

Ricoeur salva la distancia que existe entre el sí mismo y el otro desde la disimetría originaria con relación a la intimidad particular de cada uno. La alteridad del otro no es accesible en su totalidad, y ese es un escollo necesario y constitutivo de la mutualidad. No soy el otro, pero puedo narrarme una parte para el otro que me escucha. En este sentido la relación de la escuela no es de una fusión educador-educando. La relación, educador con el educando, está constituida por mutualidad y reconocimiento mutuo.

Cuando el educador solicita al educando pone en movimiento la ipse y cambia a medida que desarrolla su trama. El educador no es perfecto, acabado e inmutable, está en construcción de su relato constante alrededor de su sí mismo. Si hay mutualidad entre educador y educando, ambos estarían en un reconocimiento que permite el intercambio de dones. Así, el acontecimiento ético de la escuela como forma narrativa constituida por la promesa, la solicitud el don y la mutualidad podrían constituir la posibilidad de una pedagogía de la ipseidad.

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[1]. No se debe llegar al extremo de oponer reciprocidad y mutualidad. Sin embargo, diferenciamos estos dos conceptos en este pasaje por motivos de orden, más no por asumir una dicotomía absoluta. Se puede ser recíproco sin mutualidad, pero cuando se es recíproco con mutualidad estamos más cerca del reconocimiento.